Saturday, September 18, 2010

Zona de dolor: ¡cero indulgencia!

Allí adonde aquella mañana la muerte llegó en alas del odio, en brazos del luto llegan esta noche quienes de la saña ajena llevan nueve años sufriendo la sinrazón y el fanatismo, la maldad y la violencia, la alevosía y el crimen.
Hasta la Zona Cero vienen en vigilia quienes cargan consigo el dolor por la pérdida del propio o del ajeno, o de ambos. Traen en sí la prisa del desfogue: mañana dista mucho y es preciso apagar en el pecho las ascuas que lo consumen. Se acercan en filas, como rosarios de gentes que cuenta a cuenta y rezo a rezo quisieran arrancar de sus corazones las penas que los marchitan. En unos se adivina la curiosidad del forastero; en otros, la parsimonia del lugareño; en todos, la humildad ante el imperio de la muerte.
Es casi medianoche y no clarea en el cielo el azul de aquella mañana trágica; y en el horizonte del Bajo Manhattan, espinado de concreto, ya no dibujan un 11 de acero y vidrio aquellas torres del comercio y el dinero.
Asola el ámbito la pompa del silencio con que se evocan las penas. Es ocasión de tristeza y recogimiento. Abundan las sonrisas tristes, y las lágrimas furtivas, y el llanto franco. Un anciano trae un ramo de flores para el nieto banquero que dejó la vida cuando ésta más le florecía. Aquella joven llora al prometido que no pudo llevarla al altar. A su lado, reducido a lágrimas, su novio actual. ¡Es la muerte anulando las rivalidades de la vida!
Un periodista intenta borrar el dolor propio con anotaciones en su cuartilla, como ahogando las penas en el mar de su profesión: las lágrimas no pueden nublar la vista de quien debe vivir para ver y narrar. Sus ojos no les son bastantes a observar cada detalle, ni su cámara a captarlo, ni su pluma a escribirlo; pero no se le escapan los de aquellas gemelas, nacidas semanas después de aquel aciago 11 de septiembre en que perdieron a su padre; tampoco los de estos bomberos, hombres robustos formados a la adversidad, que lloran como niños ante el recuerdo de sus compañeros idos a la muerte en el afán de que otros no lo hicieran; ni los de aquella pareja, que no perdieron a nadie conocido, pero sufren y se consuelan como si tal.
Cruel es el ensañamiento del silencio en aquellas almas ya de por sí dolidas en la solemnidad del recuerdo, cuando un rumor de duda va ganando el ánimo de todos. Es un trueno, es una ráfaga, es una máquina… No, son decenas de máquinas, cientos, más de mil. Son los motociclistas de Nueva York, que también vienen a rendir tributo a las dos mil setecientas cincuenta y dos víctimas de aquel infausto día.
Hombres de jolgorio y solaz, visten llamativas chaquetas y augusto respeto. Apeados de sus bellas bestias, traen flores y charla, tatuajes y lindas mujeres, luces y banderas; y al son de la prisa con que viven, improvisan una ceremonia. Un gaitero echa al aire los sonidos de su instrumento. Encuentran un podio y a un orador. Agradece éste la presencia de todos y resalta la inocencia de aquellos infelices que hace nueve años perdieron su vida a manos del odio. Le sucede otro en la palabra, que invoca un Padrenuestro y apela al patriotismo de los presentes, ¡como si acaso fuera necesario en estos hombres, cuajados en su amor a esta América que creen sólo de ellos!
Deslumbran los flashes, los caireles, las frases altisonantes, los festones…; y al cabo ya todo es fraternidad, y se funden en abrazos los hermanos de la rueda y el asfalto, de la cerveza y la hembra, de la Harley Davidson y el Remington. Cumplido el deber, es hora de pavoneo y vuelven todos adonde sus motocicletas, a cuál más bella, que toda ocasión es buena para lucirlas.
Y tras ellos se alejan la medianoche y la multitud. Sólo quedan en el recinto algunos dolientes de aquellas víctimas y el periodista, que a poco también se marcha, con ojos escrutadores, como buscando en la noche cerrada la luz de los hechos. Ya es de madrugada y en su periplo de la Zona Cero ve cómo los trabajos no paran. Falta un año para que se cumplan diez del vil atentado, y para entonces debe estar terminado el monumento que en honor a sus víctimas allí se erige.
Lo que sí encuentra terminado, y muy bien, es el retablo de bronce pulido que a los bomberos mártires le erigieron, adosada a la cercana estación, sus compañeros de trabajo. Es una obra magnífica, que esculpida en altorrelieve, da cuenta del heroísmo de quienes del sacrificio hacen un don. Y vienen ahora en cortejo, al refugio de la madrugada y acaso ganosos de privacidad, un puñado de estos hombres a los que, forjados al fuego de su profesión, no les tiemblan las piernas para enfrentarse al peligro, pero sí ahora la voz y las manos cuando a sus amigos muertos les ofrendan vistosas flores y calladas oraciones.
No quiere el periodista abandonar el entorno sin antes visitar, a dos cuadras de distancia, el sitio donde un grupo de islamitas pretenden construir una mezquita. Allí han reñido agriamente los partidarios y los detractores del proyecto. A estas horas el lugar está desierto, y se alegra él, porque no quiere empañar su crónica sobre las víctimas y los dolientes de la matanza con reflexiones sobre el monumento que a los victimarios quieren erigir quienes son sustento de su fe terrorista. Ya habrá ocasión para ello.









Wednesday, August 25, 2010

Apóstol, Maestro, ¡Padre!

Aquellos novios, tomados de pasmo, rompen el beso que de las ganas les ha quitado este loco caminante que ahora, de rodillas ante la estatua, tal que devoto ante su santo, murmura un silencio triste y solemne que hiela el espíritu en este agosto de hornos.
Es Nueva York, ciudad negada al asombro desde que en ella comenzó a darse cita lo más diverso del género humano. Es el extremo sur del Parque Central, allí donde la Sexta Avenida agota su figura justo ante la de uno de los más preclaros hijos de este continente, y que por ello y otras razones dieron en llamarla, también, Avenida de las Américas.
No saben los novios que el caminante ha venido desde muy lejos, desde allá donde murió José Martí, a rendirle tributo ante el monumento que al cubano insigne le erigió la ciudad donde él más vivió. Ignoran que el loco, de niño, galopaba y jugaba a ser héroe en el mismo lugar donde había sabido ser mártir, muchos años antes, ése su conspicuo compatriota a quien él, desde siempre, ha llamado Maestro, ha llamado Apóstol.
Se incorpora el caminante y echa a andar alrededor del monumento y de los recuerdos, aguijado de amores por el hombre en quien quiso ver a su padre y a su preceptor. Y no pueden adivinar los novios cuánto sufre por la orfandad de palmas, de banderas cubanas, de rosas blancas; ni cuánto no se perdona por haber olvidado aquel ramo…
Echan de ver, eso sí, que va observando y meditando quien ya no les parece tan loco; pero se les escapa cómo en él va trocándose en idea lo que apenas era sentimiento; y cómo, al conjuro de su oficio de escribidor, va a la caza de los detalles y sus porqués, buscando alegorías, adivinando alusiones, que acaso encuentra en la posición del conjunto escultórico, de cara al sur, como mostrando al jinete en aras de su patria, o en el encabritarse del caballo, que acentúa la imagen de combate y muerte con que se representa al héroe.
Quiere el escribidor desentrañar los secretos de esta escultura de bronce que comienza a tener por magnífica. Aún no sabe que fue esculpida por la norteamericana Anna Vaughn Hyatt Huntington, a finales de los años 50’s, cuando ella pasaba ya de los 80. Desconoce también que la idea y la obra vieron la luz como un regalo de los neoyorquinos al pueblo cubano; que el pedestal de granito fue aportado por el gobierno de Cuba; y que, por motivos políticos, habiendo sido terminado el conjunto escultórico en 1959, no fue develado sino en 1965.
Cuanto mayor es su afán de buscarle defectos, tanto más crece en él el gusto de no encontrárselos. Y van tan en uno su reverencia y su éxtasis estético, que casi deja de estar en sí y de notar que la obra, opulenta de detalles y movimiento, acusa por ello un barroquismo que se echa de menos, sin embargo, en el rostro de Martí, mondo de dolor en su trance de muerte; acaso porque el escribidor hubiera querido ver, en la cara del Apóstol, toda la pena que a él la escena le arranca del pecho.
No es primera vez que la evocación de esta tragedia lo mueve a lágrimas: allá en el lejano Dos Ríos, tan propio y cercano en su niñez, ha ido, ya de hombre, a llorar el hecho más triste de la historia de Cuba. Pero a él, diletante del arte, también lo impele a pasión cuanto de bello nace del talento ajeno, ¡y de esta obra hay tanto que admirar!…
Los novios, ajenos de toda cubanidad, lo son también del abismo entre el tema de esta escultura y el de todas las demás de Martí conocidas por el escribidor. Ya hubiera querido él despojarse de su natural prurito de discreción y explicarles que en ésta, a diferencia de las otras, no está el Maestro en pose de tal, sino de soldado; no de orador, pero sí de guerrero; tampoco de escritor, sino de mártir; y mucho menos de apóstol, ¡qué sí de hombre!
Se marchan ellos parque adentro, quizás adonde nadie les baje del deseo el placer de los besos; y dejan en su mundo, refugiados de soledades, al padre inmoto y al hijo trémulo que una vez más, impetrante de perdón por su quietud y su silencio ante la mengua en que vive su pueblo, sólo atina a recordar aquellos versos de su padre que le estrujan la conciencia y le marchitan la risa:

Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla, y muere.

Y desde la dura realidad de la muerte hecha bronce, ve el padre cómo el hijo, pegado a sus lágrimas, también se marcha…  Y sopla una brisa y se alejan las voces y se esparce el silencio y dormita el sol y se riega la soledad… ¡una soledad!