Wednesday, August 25, 2010

Apóstol, Maestro, ¡Padre!

Aquellos novios, tomados de pasmo, rompen el beso que de las ganas les ha quitado este loco caminante que ahora, de rodillas ante la estatua, tal que devoto ante su santo, murmura un silencio triste y solemne que hiela el espíritu en este agosto de hornos.
Es Nueva York, ciudad negada al asombro desde que en ella comenzó a darse cita lo más diverso del género humano. Es el extremo sur del Parque Central, allí donde la Sexta Avenida agota su figura justo ante la de uno de los más preclaros hijos de este continente, y que por ello y otras razones dieron en llamarla, también, Avenida de las Américas.
No saben los novios que el caminante ha venido desde muy lejos, desde allá donde murió José Martí, a rendirle tributo ante el monumento que al cubano insigne le erigió la ciudad donde él más vivió. Ignoran que el loco, de niño, galopaba y jugaba a ser héroe en el mismo lugar donde había sabido ser mártir, muchos años antes, ése su conspicuo compatriota a quien él, desde siempre, ha llamado Maestro, ha llamado Apóstol.
Se incorpora el caminante y echa a andar alrededor del monumento y de los recuerdos, aguijado de amores por el hombre en quien quiso ver a su padre y a su preceptor. Y no pueden adivinar los novios cuánto sufre por la orfandad de palmas, de banderas cubanas, de rosas blancas; ni cuánto no se perdona por haber olvidado aquel ramo…
Echan de ver, eso sí, que va observando y meditando quien ya no les parece tan loco; pero se les escapa cómo en él va trocándose en idea lo que apenas era sentimiento; y cómo, al conjuro de su oficio de escribidor, va a la caza de los detalles y sus porqués, buscando alegorías, adivinando alusiones, que acaso encuentra en la posición del conjunto escultórico, de cara al sur, como mostrando al jinete en aras de su patria, o en el encabritarse del caballo, que acentúa la imagen de combate y muerte con que se representa al héroe.
Quiere el escribidor desentrañar los secretos de esta escultura de bronce que comienza a tener por magnífica. Aún no sabe que fue esculpida por la norteamericana Anna Vaughn Hyatt Huntington, a finales de los años 50’s, cuando ella pasaba ya de los 80. Desconoce también que la idea y la obra vieron la luz como un regalo de los neoyorquinos al pueblo cubano; que el pedestal de granito fue aportado por el gobierno de Cuba; y que, por motivos políticos, habiendo sido terminado el conjunto escultórico en 1959, no fue develado sino en 1965.
Cuanto mayor es su afán de buscarle defectos, tanto más crece en él el gusto de no encontrárselos. Y van tan en uno su reverencia y su éxtasis estético, que casi deja de estar en sí y de notar que la obra, opulenta de detalles y movimiento, acusa por ello un barroquismo que se echa de menos, sin embargo, en el rostro de Martí, mondo de dolor en su trance de muerte; acaso porque el escribidor hubiera querido ver, en la cara del Apóstol, toda la pena que a él la escena le arranca del pecho.
No es primera vez que la evocación de esta tragedia lo mueve a lágrimas: allá en el lejano Dos Ríos, tan propio y cercano en su niñez, ha ido, ya de hombre, a llorar el hecho más triste de la historia de Cuba. Pero a él, diletante del arte, también lo impele a pasión cuanto de bello nace del talento ajeno, ¡y de esta obra hay tanto que admirar!…
Los novios, ajenos de toda cubanidad, lo son también del abismo entre el tema de esta escultura y el de todas las demás de Martí conocidas por el escribidor. Ya hubiera querido él despojarse de su natural prurito de discreción y explicarles que en ésta, a diferencia de las otras, no está el Maestro en pose de tal, sino de soldado; no de orador, pero sí de guerrero; tampoco de escritor, sino de mártir; y mucho menos de apóstol, ¡qué sí de hombre!
Se marchan ellos parque adentro, quizás adonde nadie les baje del deseo el placer de los besos; y dejan en su mundo, refugiados de soledades, al padre inmoto y al hijo trémulo que una vez más, impetrante de perdón por su quietud y su silencio ante la mengua en que vive su pueblo, sólo atina a recordar aquellos versos de su padre que le estrujan la conciencia y le marchitan la risa:

Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla, y muere.

Y desde la dura realidad de la muerte hecha bronce, ve el padre cómo el hijo, pegado a sus lágrimas, también se marcha…  Y sopla una brisa y se alejan las voces y se esparce el silencio y dormita el sol y se riega la soledad… ¡una soledad!